-

 

Cultura - Resultados Concursos 2005

Literatura - Cuento matriculados - 1° Premio
Juegos de Niños
Por el Dr. Hugo Alberto Alonso
La anciana bebió los últimos sorbos de su café con leche y masticó con cuidado los trozos de galleta vieja que había recalentado para no martirizar su diezmada dentadura. Antes de tragar su almuerzo se levantó de la mesa apurada por ordenar los trastos, se acercó a la ventana que daba al patio y lanzó una mirada al cielo. De inmediato apuró sus movimientos, lo que le hizo tropezar con los muebles de la cocina. Lanzó una maldición entre dientes –se sentía mejor cuando profería maldiciones, era un buen ardid para escapar de la autocompasión -tomó por el respaldo la silla de madera y, arrastrándola, salió de la cocina rumbo al final del patio que inauguraba el parque de la casa. Como lo hiciera durante la segunda mitad de su vida, acomodó la silla junto al ligustro y se sentó para poder atisbar con comodidad el inmenso jardín sin exponerse a ser vista por sus ocasionales visitantes. Mientras aguardaba con la ansiedad de siempre, contempló el extraño columpio y las variedades de flores que tapizaban como una alfombra multicolor el piso del jardín. Reparó en que ese lugar había sido el motivo de sus solitarios desvelos durante casi cuarenta años y que había cultivado obsesivamente el jardín para multiplicar el número y el colorido de sus flores y expandir hasta el infinito la fragancia de sus especies. Casi con desesperación había enfrentado la adversidad que muchas veces la naturaleza reserva a los mejores propósitos humanos, pero su jardín había sobrevivido a todas las calamidades. Pensó en todos esos años de trabajo incansable y en los presentimientos que últimamente la agobiaban. Un escalofrío la recorrió cuando imaginó su jardín abandonado y sin los habituales visitantes luego de que ella ya no estuviera.

Sofía dio de inmediato su aprobación. En realidad estaba encantada con la propiedad que su esposo le había aconsejado visitar aquella tarde. Como él le contara, la villa era pequeña, no más de cincuenta viviendas repartidas aquí y allá, todas con amplios parques y generosas comodidades edilicias. No supo si era por las gigantescas arboledas que se esparcían por toda la zona o por los sutiles murmullos de un viento cálido y acogedor, lo cierto es que se respiraba una extraña paz en ese lugar. Un profundo silencio parecía aislar la propiedad del resto de las de la villa, tal vez porque la casa se encontraba en un nivel superior respecto de las restantes por estar asentada sobre una elevación del terreno. Desde los grandes ventanales de la casa se divisaban, allá abajo, la iglesia, la escuela, la comisaría y la oficina de correos a la que había sido transferido su esposo cuando el encargado anterior dejó su cargo y también la hermosa vivienda que ahora ella visitaba. Una ancha avenida descendía serpenteando desde la calzada de la casa y se introducía en las entrañas de la población; por momentos desaparecía entre las arboledas y volvía a emerger más abajo con su brillo de plata hasta extinguirse en los confines de la villa. La casa, de una sola planta pero amplia, había sido pintada de amarillo y su techo refulgía con el rojo esmalte de las tejas. Tenía todas las comodidades que necesitaban más un par de salas donde instalar un escritorio y un lugar de juegos para Tomás. Sin embargo todo lo que esa propiedad le inspiraba empequeñeció cuando recorrió el jardín. Parecía hecho a la medida justa para que su hijo lo disfrutara. En una superficie que casi doblaba el área edificada se repartían generosamente plantas, flores, césped, canteros, setos y compactos ligustros, lo que le confería privacidad y seguridad para un niño de sólo cuatro años. Los árboles, de distintos tamaños y clases, parecían haber sido plantados para formar un diseño geométrico de difícil comprensión para ella y le recordaron las lecturas sobre bosques encantados con las que solía ayudar a dormir a Tomás. En un rincón del jardín algún dueño anterior había instalado una extraña construcción de figuras triangulares verticales y horizontales de la que pendía un columpio de tres sillas, todo ello pintado con vivos colores. El armatoste era la única cosa que desentonaba en el lugar, pero estaba segura de que haría las delicias de Tomás. Rodeaban la estructura numerosos canteros concéntricos con variadas especies florales que perfumaban y embellecían el sitio. Resultaba un tanto extraño que los moradores anteriores no hubiesen colocado bancos para disfrutar ese jardín tan bello y sugestivo.


Partió de la villa con una sonrisa esperanzada. En pocas semanas más viviría con su esposo e hijo en ese lugar de ensueño. Había soñado siempre con la posibilidad de conseguir una casa cómoda y espaciosa, ubicada en algún lugar poco poblado y con todas las bellezas naturales a la vista. Lo había idealizado como el sitio donde todos los obstáculos se harían a un lado para allanar el camino de su familia a una felicidad plena. Y no dudaba que Tomás encontraría allí un espacio donde sus problemas de conducta y su carácter introvertido se modelarían para transformarlo en un niño feliz y divertido, un lugar para disfrutar con otros pequeños que, seguramente, habitarían en la villa. En realidad ella y su esposo habían decidido la mudanza por sugerencia del pediatra. Tomás no toleraba las multitudes y habían comprobado que para él, un puñado de personas en las proximidades representaba una multitud ominosa. La experiencia del niño en el Jardín de Infantes había sido demasiado traumática ya que las maestras nunca consiguieron integrar a Tomás con el grupo de compañeritos. La esperanza de dar al niño un hermanito había sido abandonada por la pareja luego de varias frustraciones y después de que ambos superaron los cuarenta años de edad. Por otra parte, la advertencia de los doctores de que el complejo carácter del niño podía desembocar en una conducta autista los había alertado, por lo que la alternativa de la mudanza pareció a la pareja la mejor opción.

Eduardo Escudero se acomodó en la vieja y ruidosa silla de madera y examinó los objetos que yacían sobre el escritorio. Se balanceó hacia atrás y adelante en una cadencia lenta. Le divertía la música áspera que brotaba de los resortes y, cada tanto con su cintura, impulsaba giros a derecha e izquierda para cambiar los tonos de esa insoportable melodía. Su antecesor había dejado los cajones del escritorio prolijamente vacíos, un cenicero que, era obvio, nunca había recibido una colilla y un portalápices de cerámica conseguido casi con seguridad en alguna feria de artesanos. La placa de vidrio sobre el escritorio mostraba algún maltrato en los ángulos, donde lo soportaban unas chavetas metálicas tan oxidadas como lo estaba buena parte del mueble de aluminio. Dos marcas rectangulares bajo el cristal indicaban que el encargado anterior había destinado parte de la superficie del mueble para colocar fotografías. Estaba seguro de que habían sido instantáneas de sus seres queridos; imaginó en una de ellas a una joven sonriente sosteniendo a su pequeño hijo y a la criatura entretenida con algún juguete en la segunda. Reparó en ese momento en que no sabía nada sobre su antecesor, excepto que había trabajado durante unas pocas semanas en la oficina de correos y que la casa que esa familia habitara era ahora su hogar. Sintió curiosidad por conocer las razones por las que aquel Jefe de Correos dejó ese cargo poco exigente en un lugar paradisíaco. El tampoco lo había preguntado. Supuso que se trataría de un hombre joven que un día decidió encarar desafíos más importantes, cansado ya de la tranquilidad de la villa. Desde que el mundo es mundo –se dijo, la cruz que un mortal abandona es recogida por otro que la abraza con esperanza. Y él se sentía feliz con su empleo en la oficina de correos de esa pequeña población que alguien decidió bautizar con el misterioso nombre de Villa del Duende.


La campanita de la puerta le anunció que el primer cliente acababa de ingresar por lo que se levantó solícito para atenderlo. El hombre, de unos sesenta años, se acercó al mostrador y apenas contestó a su saludo cordial. Le entregó una pieza postal mientras le dirigía una mirada desconfiada, pagó el franqueo y salió. Antes de cerrar la puerta el hombre volvió a lanzarle esa mirada incomprensible. Pensó que no era la mejor forma de empezar una relación con la ciudad, pero tenía la esperanza de que el trato con los habitantes mejoraría a medida que lo fueran conociendo. Sus pensamientos volaron hasta su casa. Imaginó a Sofía y a Tomás hurgando en los rincones de la propiedad. Habían llegado la noche anterior con tiempo apenas suficiente para armar las camas y cenar algo rápido. Ansiaba regresar con su familia para compartir esas emociones que las casas siempre reservan a los nuevos moradores: la elección de los rincones preferidos, los lugares donde colocar los muebles, el jardín... La campanilla de la puerta interrumpió sus pensamientos y una anciana ingresó en las oficinas. Tenía la piel cobriza, el cabello ceniciento y una vestimenta rústica de cáñamo. Sus rasgos duros y curtidos delataban su origen indígena. Caminó con dificultad hacia donde él estaba y resolló cuando pudo apoyar los codos en el mostrador. Estuvo unos segundos tratando de recuperar la respiración mientras abría muy grande la boca como suplicando por aire para su asma. Eduardo estuvo a punto de correr al otro lado del mostrador para auxiliarla pero con un gesto breve y seguro la anciana lo desanimó, luego lo miró a los ojos durante un momento y le dijo:
-Cuide al niño...
-¿Cómo... dice? –la interrumpió sorprendido.
-... Este lugar no es lo que Ud imagina.
-Pero... –balbuceó.
-Mi nombre es Alondra. Pregunte por mi cuando me necesite.
Luego de lo cual dio media vuelta y con los mismos dificultosos pasos con que había entrado, dejó la oficina. Eduardo se quedó mirando la mujer hasta que desapareció de su vista. No había pasado una hora desde que iniciara su actividad en aquella villa –se dijo -y ya lo habían visitado dos chiflados.

Tomás ingresó en el jardín en estado de estupor. Avanzaba por el sendero principal dando pasos cortos y lentos mientras sus ojos se movían hacia un lado y otro, como si tratara de no perder detalles de un espectáculo fascinante. Una leve sonrisa apareció en sus labios y sus manos se encontraron en un apretón cerca del pecho. Sofía supo enseguida que Tomás estaba encantado con el lugar y hubiera dado diez años de su vida por conocer los pensamientos que, en ese momento, estaban pasando por su cabecita. Como era de esperar el niño se dirigió al columpio, tomó asiento en una de las sillas y comenzó a mecerse hacia atrás y adelante sin quitar la vista de los árboles, los setos y las flores. La madre dio un leve empujón a la silla que se elevó con un quejido metálico que repetía al volver hacia atrás. Eso divirtió a Tomás que pidió mayor impulso con una amplia sonrisa. Sofía accedió y cuando consideró que su hijo había alcanzado suficiente altura se sentó en un cantero a contemplarlo. La mañana estaba fresca y las flores, en todo su esplendor de primavera, expelían fragancias nunca antes distinguidas por ella. En realidad no conocía mucho sobre flores, pero como les había dedicado bastante tiempo en su anterior vivienda, algún conocimiento sobre ellas había adquirido. Sin embargo ninguna de las fragancias que emanaban de ese jardín le eran conocidas. Advirtió también que el chillido que producía la hamaca perturbaba de forma estridente el increíble silencio que dominaba el jardín, por lo que pediría a su esposo que solucionara el problema con algún lubricante.


Súbitamente Tomás le rogó que lo bajara del columpio. Su rostro se había ensombrecido y eso la alarmó. Corrió hacia él, detuvo el movimiento de la silla y le ayudó a bajarse. El niño se apretó a la cintura de su madre escondiendo la cabeza en el regazo mientras profería un quejido leve pero angustiado. Sofía le preguntó el motivo de esa actitud mientras acariciaba su cabello. El niño movió negativamente la cabeza sin apartarla de la cintura de su madre y como única respuesta a los intentos de ella por averiguar, le pidió que lo llevara a la casa. Hizo el camino de regreso con sus bracitos cubriendo los ojos, como si se negara a contemplar otra vez el jardín.


Sofía no se extrañó. El niño había producido episodios parecidos en los últimos tiempos, la mayoría de ellos durante las jornadas que compartió con otros niños en el jardín de infantes. Los pediatras con los que habían consultado no tenían una opinión coincidente. Algunos pensaban que las reacciones de Tomás eran atribuibles a alguna fobia contra algo o alguien y que debía ser identificada estudiando minuciosamente las reacciones del niño en cada momento. Otros se inclinaban a pensar que el niño tenía un problema de socialización que lo alejaba de los compañeritos por considerarlos extraños a su medio y, por tanto, temibles. Algún profesional arriesgó una teoría asombrosa e inquietante: el niño no veía a las personas que lo rodeaban como el común de los niños de su edad. Entendía que para Tomás, había algo diabólico o terrorífico a su alrededor y que el pequeño no podía soportarlo. Abonaba esa teoría el resultado de un examen de coeficiente de inteligencia que realizaron a Tomás un año antes en un instituto especializado. Se comprobó que el niño excedía en varios puntos el coeficiente normal para la edad. Era capaz de resolver en pocos segundos complejos juegos geométricos que a otros niños, varios años mayores que él, le demandaban no menos de cinco minutos. La prueba de las figuras arrojó también resultados asombrosos. Tomás describía seres y objetos que resultaban en absoluto desconocidos para los examinadores. Agregaba explicaciones sobre las circunstancias en que se desenvolvían esos seres que eran incomprensibles para los adultos, al punto que el equipo de profesionales a cargo del estudio dedicó varios meses a investigar todo el material publicado sobre ciencia ficción para descartar que, de algún modo, el niño hubiera accedido a ese conocimiento. No hallaron en toda la bibliografía universal nada parecido a lo que Tomás describiera. El resto del primer día de Tomás en el nuevo hogar transcurrió en el interior de la casa sumido en un profundo silencio.

Sofía y Eduardo conversaron un largo rato esa noche después de que Tomás se durmiera. Acordaron que llevarían a cabo un plan para que su hijo se animara a ingresar y permanecer en el jardín. Consistía en hacerle compañía por turnos al principio, para luego dejarlo en soledad por espacios de tiempo cada vez más prolongados; así hasta que el niño tomara confianza con el sitio. La madre programaría visitas cortas al jardín durante la mañana luego del desayuno en las que alternaría distintos juegos que el niño siempre había disfrutado. Eduardo repetiría el procedimiento al mediodía, cuando regresaba de su trabajo para almorzar, y dedicaría aún más tiempo durante los fines de semana. En tanto Sofía visitaría el jardín de infantes de la ciudad para tratar de incorporar a Tomás. A raíz del consejo médico de no repetir la experiencia escolar por lo frustrante de la anterior, Sofía no había averiguado en la escuela de la villa sobre esa posibilidad, pero luego del incidente del día anterior discutió con su esposo la conveniencia de hacer un nuevo intento. Eduardo estuvo de acuerdo.


La mañana siguiente amaneció cálida y soleada. Sofía y Eduardo prepararon un buen desayuno y compartieron con Tomás el pan fresco, la manteca y la jalea que a él tanto le gustaba. Su hijo estaba de buen humor y eso la animó. Cuando Eduardo partió rumbo a la oficina Sofía le propuso a Tomás leerle un cuento en el jardín. Advirtió que por un instante el rostro del niño se tensó por lo que, decidida, aceptó como un sí su falta de respuesta, lo tomó de la mano y juntos caminaron hacia el jardín. Tomás avanzaba con paso lento y cauteloso y, como en la oportunidad anterior, sus ojos miraban en derredor con un poco de temor. Se sentaron cada uno en una silla del columpio. Sofía señaló un par de flores de colorido intenso y Tomás se mostró interesado, al punto que respondió señalando otras especies igualmente atractivas. Durante unos minutos se entretuvieron con ese juego hasta que Tomás conmovió a su madre con una pregunta:
-Mamá, ¿porqué no hay pájaros?
En ese momento Sofía reparó en que la observación de su hijo era correcta. No había pájaros en los alrededores como tampoco recordaba haberlos visto el día anterior, ni el de la visita cuando conoció la casa. Era extraña la ausencia de aves y dedujo que era esa la causa del profundo silencio que reinaba en el lugar.
-Cierto. Probablemente aparezcan al mediodía, -le contestó no muy convencida. ¿Leemos el cuento?
-¡Sí! –se entusiasmó Tomás. El cuento del elefante bebe –eligió.


Sofía leyó el cuento con lentitud y dicción clara. Mientras lo hacía, observaba a su hijo, que permanecía atento a la narración con la vista perdida en el jardín. Adivinaba que su pequeño seguía con atención una historia que ya había escuchado varias veces pero que igualmente disfrutaba. Descontaba también que la particular imaginación de Tomás agregaría travesuras adicionales al pequeño elefante protagonista del cuento mientras ella desgranaba el relato.
Después de almorzar Eduardo continuó con el plan. El matrimonio estaba muy contento con la experiencia de ese día ya que el niño no había mostrado señales de inquietud. Dedicó su turno a juegos de equilibrio sobre los canteros y a las escondidas tras los setos y ligustros, para lo cual el jardín se prestaba a la perfección. Durante la tarde Sofía y Tomás compartieron el columpio, el que luego de las lubricaciones realizadas por Eduardo no emitía ni una queja metálica. Por el contrario, el ahora apagado siseo daba seguridad a los intentos del niño por ganar altura y Sofía se sorprendió de la temeridad de sus vuelos.


En los días siguientes se repitieron los buenos momentos de Tomás en el jardín y en el resto de la casa. Su madre empezó, con excusas, a dejar a su hijo en soledad. Al principio eran corridas hasta la casa para controlar la preparación de los almuerzos y días después dejaba al niño entretenido con sus juguetes durante lapsos de media hora. Tan exitosa fue la experiencia hasta ese momento que un día arriesgó una prueba final para convencerse de que Tomás había superado sus miedos en forma definitiva:
-Tomás, voy a hacer una visita rápida a la escuela de la villa y quiero que permanezcas en el jardín.
-Está bien, mamá –contestó el niño para su sorpresa mientras que, sentado en el césped, armaba un flamante “puzzle” regalado por su padre el día anterior.

El edificio de la única escuela de la villa lucía cuidado y confortable. Construido, tal vez, unas cinco décadas antes, mantenía su orgullosa lozanía gracias a los constantes esfuerzos de revoque y pintura que alguien le prodigara. Una poblada arboleda de eucaliptos y pinos se erguía en los límites laterales y posteriores de la escuela y algunas especies menores habían sido plantadas junto al largo sendero que debía transitarse desde la calzada hasta llegar a la ancha puerta de ingreso. Sofía notó enseguida que no existían los acostumbrados espacios libres que suelen verse en las escuelas y que sirven para los juegos y entretenimientos de los niños en sus descansos entre clases. Tampoco vio toboganes ni columpios ni otros juegos que se instalan en los patios para tal fin. Antes de ingresar en el edificio, de paredes blanqueadas a la cal y techo de tejas negras, se detuvo un momento y contempló las arboledas a su alrededor. Desde el lugar donde se hallaba parada tuvo la sensación de que el edificio estaba sumergido entre los árboles o protegido por estos. Luego de unos segundos de observar con atención corroboró sus sospechas: tampoco había pájaros en aquellas arboledas.


El director de la escuela la recibió con amabilidad y le ofreció asiento en un amplio sillón de cuero frente a su escritorio. El hombre, de gesto grave y actitud severa, debía superar los sesenta años. Vestía traje oscuro y una de esas corbatas gastadas e impersonales que los varones se ponen al cuello sólo para cumplir con alguna formalidad. No podía imaginar a ese individuo dirigiendo una institución infantil. Le explicó rápidamente su situación y puso especial énfasis en aclarar que tanto ella como su esposo deseaban colaborar con la dirección de la escuela para evitar cualquier problema que Tomás pudiera generar en la población infantil durante su período de adaptación. La respuesta del director la sorprendió. La escuela era en realidad un colegio de enseñanza media ya que hacía mucho tiempo que no brindaba enseñanza primaria ni asistencia preescolar. Quiso conocer el motivo de tal limitación y volvió a sorprenderse con la respuesta:
-La villa simplemente no tiene niños –dijo el director, para luego agregar:
-Los actuales alumnos son adolescentes que vienen de poblaciones vecinas donde no hay establecimientos educativos. Llegan todas las mañanas en ómnibus en los que regresan luego del fin de la jornada escolar, después del mediodía. Estupefacta, se despidió del director luego de agradecerle el haberle recibido.


Comenzó a caminar calle arriba, hacia su casa. Por un momento pensó en cambiar el rumbo y dirigirse a la oficina de correos para informar a su esposo de la inesperada situación que se había presentado, pero luego optó por postergar la conversación hasta el mediodía en que él regresaría para almorzar. Había dejado a Tomás en el jardín demasiado tiempo sólo y quería saber si todo estaba bien en la casa. Mientras caminaba con lentitud para evitar que el ascenso la fatigara, aprovechó para observar el vecindario. Lo hacía por primera vez ya que desde su mudanza no había podido recorrer la ciudad. Las viviendas vecinas estaban todas protegidas por densas arboledas, al igual que la escuela, y los espacios libres estaban alfombrados de césped con distintos tonos de verde. No había flores en los patios. Le pareció un desperdicio que sus vecinos no aprovecharan tan generosos parques para cultivar flores y bellos jardines. Las pocas personas que vio en los alrededores eran mayores de edad, en algunos casos, muy ancianas. Observó otra similitud en las propiedades: todas ellas exageraban el uso del blanco. Como lo advirtiera en la escuela, tanto las paredes de las viviendas, como las empalizadas y hasta el grueso tronco de los pinos y eucaliptos habían sido blanqueados a la cal. Su propia casa era una colorida excepción, con las paredes amarillas y las brillantes tejas rojas. Cuando restaban pocos pasos para llegar a su hogar reparó en un fenómeno que le pareció extraño: sobre el cielo se recortaban, nítidos, varios círculos multicolores que le recordaron al arco iris pero que, en este caso, recorrían una circunferencia completa. La imagen parecía estar suspendida sobre su cabeza, como un halo de santidad, y la figura multicolor no excedía la superficie de su casa. Trató de recordar las causas que originan el fenómeno lumínico del arco iris. Asociaba al arco multicolor con la calma que sigue después de las lluvias, cuando las nubes comienzan a disiparse y los rayos solares penetran en las gotas de agua suspendidas en la atmósfera. Pero no había llovido en los últimos días y durante toda la mañana el cielo había estado claro y celeste. Tampoco recordaba haber visto nunca que el arco se cerrara en una circunferencia. Se encogió de hombros e ingresó en la casa.

-...¿Ktanob y Knob? Qué nombres tan extraños...
-Los ha mencionado durante toda la mañana.
-Creo que es otra de sus increíbles fantasías. No deberíamos alarmarnos ni crearle dudas sobre sus afirmaciones. Eso puede hacerlo retroceder.
-Pero en la escuela me dijeron que no hay niños en toda la villa...
-Sofía, esta es una villa pequeña, no hay nada extraño en que por el momento no haya niños en la única escuela. Estoy seguro de que pronto eso va a cambiar. Por otra parte no olvides lo que nos han explicado los especialistas sobre la imaginación de Tomás.
-Tomás repite que sus amigos vinieron del jardín vecino.
-No existe un jardín vecino, Sofía, y por lo visto tampoco existen niños en el vecindario.
-Eduardo, esta vez es diferente. El ha descripto a sus nuevos amigos en esa forma tan... particular. Y la felicidad en su rostro mientras me lo contaba... no se...
-Y también contó incongruencias, como que los niños tenían barbas, o que desaparecieron cuando tu llegaste. Por favor...
-Estoy muy preocupada, Eduardo. No se qué pasó en la casa durante mi ausencia y me asusta el cambio que he notado en la actitud de Tomás en estas últimas horas.
-Opino que no deberíamos dar importancia a esta situación. Estoy seguro de que con el correr de los días Tomás se olvidará de Ktanob y Knob o como se llamen sus amigos imaginarios.
-Tal vez deberíamos relacionarnos con nuestros vecinos. Quizá haya niños en la villa que no están aún en edad escolar y nosotros lo desconocemos.
-Buena idea, pero según he podido apreciar en los pocos días que habitamos la villa los habitantes de este lugar son gente muy reservada. Y no falta algún chiflado...
-Hay otras cosas extrañas, Eduardo.
-¿A qué te refieres?
-¿Ninguno de nuestros vecinos cultiva jardines, lo has notado?
-Ya había reparado en eso, pero no veo qué tenga de extraño. Todo el mundo aquí prefiere los árboles; exageran la cantidad de coníferas y eucaliptos en sus parques.
-...Las casas pintadas de blanco y los distintos tonos de verde en los parques parecieran tener un propósito deliberado...
-Aceptemos al menos que las combinaciones de verdes que realizan nuestros vecinos en sus parques no desentonan.
-¿Y los pájaros? ¿Dónde están los pájaros?
Eduardo no respondió. En realidad no había reparado en ese detalle hasta que lo mencionó su esposa. Debía prestar más atención a lo que lo rodeaba en la villa. Que todos los vecinos hubieran hecho un acuerdo unánime para no cultivar los jardines no le parecía descabellado, pero la ausencia de pájaros en la ciudad sólo podía ser explicado por la naturaleza.

Los dos días siguientes transcurrieron con normalidad. Tomás estuvo de buen humor y no volvió a mencionar a sus amigos. No obstante, pasaba muchas horas en el jardín entreteniéndose con sus juguetes. La sensibilidad materna, sin embargo, detectó un cambio en el comportamiento del niño: se mostraba más temerario en sus juegos. En los últimos días había ensayado trepar a los árboles y a la estructura del columpio, acciones que nunca antes intentara. Y sus progresos eran evidentes. Trepaba con velocidad y buena técnica y ya frecuentaba la cima de la estructura triangular. Esa mañana había intentado alcanzar desde el tope de la estructura las ramas del cedro cercano. El resultado fue desastroso. Cayó al suelo y rodó sobre los canteros. Para sorpresa de Sofía, Tomás se incorporó sin una queja y reinició el intento.


Eduardo sonrió ese mediodía mientras escuchaba el relato de su esposa, Tomás había apurado el almuerzo para volver al jardín. Le agradó saber de los rápidos progresos de su hijo, los que lo acercaban al tipo de comportamiento que se espera de un niño de su edad. Observaba a Sofía mientras relataba las travesuras de Tomás y dedujo que su evolución en los últimos días había producido en ella una evidente mejoría de ánimo. Al fin y al cabo –pensó -después de tantas dificultades empiezan a aparecer las primeras señales positivas.


Las risas de Tomás, provenientes del jardín, interrumpieron el diálogo. Coincidieron también en que era un hecho nuevo y gratificante el evidente avance del niño en su carácter. Tomás reía a carcajadas; por momento se interrumpía en un hipo para luego reiniciar sus risas espasmódicas hasta llegar casi al ahogo. La infrecuente hilaridad de Tomás despertó la curiosidad de Eduardo. Se levantó de la mesa y en puntillas se acercó a la ventana del comedor desde la cual dominaba el jardín. Sofía contempló divertida cómo su marido, en actitud infantil, intentaba atisbar por entre el cortinado sin ser visto desde el exterior. Vio cómo, en un segundo, la sonrisa de su marido mutó hacia un gesto de estupor. En el segundo siguiente Eduardo, con los ojos desorbitados, se arrojó hacia la puerta de la cocina y luego de abrirla con violencia, corrió con gesto desaforado hacia el jardín. Sofía le siguió, sin comprender. Cuando llegaron al jardín, Tomás se hallaba sentado sobre un cantero, pero su rostro ya no denotaba diversión sino un profundo disgusto.
-¿Dónde están tus amigos? –preguntó ansioso Eduardo.
-Se han ido –contestó gimiendo.
Eduardo recorrió los ligustros que separaban la casa de las propiedades vecinas mientras miraba con atención hacia el exterior. Casi corrió a lo largo del perímetro de la casa, nervioso y con tal grado de excitación que no escuchó los requerimientos de Sofía. Hurgaba entre los ligustros y luego escudriñaba el horizonte. Finalmente regresó junto a su familia.
-¿Quiénes son ellos, Tomás?
-Son mis amigos.
-¿Ktanob y Knob? –arriesgó con timidez Sofía.
-Sí.
-¿Cómo llegaron aquí? –le preguntó Eduardo al niño tratando de mantener la calma.
-Ellos me dijeron que vienen del jardín vecino...
-¡No hay niños en el jardín vecino! –se exasperó Eduardo.
Tomás comenzó a llorar y se abrazó a su madre. Sofía lo levantó y con palabras de consuelo caminó con el niño en brazos hacia la casa. Tomás había iniciado un llanto desconsolado con la misma intensidad y espasmos con los que instantes antes reía. Eduardo permaneció unos minutos en el jardín, desconsolado y sólo. Había estado muy brusco con la sensibilidad del niño, pero la visión que había tenido a través de la ventana era real. Tenía que serlo. Finalmente se tranquilizó, elevó un suspiro al cielo y comenzó a caminar hacia la casa. Sobre los techos de la vivienda, una aureola multicolor se apagaba y casi se confundía con el azul del firmamento.

-He logrado hacerlo dormir –dijo Sofía en un susurro.
El tono de su voz conservaba vestigios del reproche a Eduardo por el trato agresivo que dispensara a su hijo minutos antes. Eduardo, permanecía callado, como en trance, con la vista perdida en algún lugar y los pensamientos todavía confusos.
-¿Qué ocurrió ahí afuera? –exigió saber Sofía.
-Tomás no mentía ni exageraba –contestó luego de un rato Eduardo, como si hablara consigo mismo.
-Debemos salir a buscar a esos niños, conocerlos y... –empezó a decir Sofía.
-No los hallarás...-respondió con serenidad Eduardo.
-Preguntaré casa por casa si es necesario hasta dar con ellos.
-No hallarás niños...
-¿Qué quieres decir?
-No son niños...
-Por favor ¿puedes explicarte? –suplicó.
-No eran niños los que observé a través de la ventana. Eran seres... o algo así. Pero estoy seguro de que no eran niños como Tomás.
-¿Qué es lo que está ocurriendo en este lugar, Eduardo? ¡Es todo tan extraño! Una población que vive refugiada en casas pintadas de blanco y sepultadas en parques sin flores, una villa sin niños, seres que visitan nuestro jardín...
-No lo se, Sofía. Sólo puedo decirte que esas visiones eran tales como las describió Tomás días pasados, cuando regresaste de la escuela. Son seres pequeños, de la talla de nuestro hijo, con vestimenta colorida y brillante...
-¿Con barbas...?
-Blancas, porque en realidad son...ancianos; son viejos con cuerpos de niños.
-Y que escapan cuando ingresamos en el jardín...
-Sólo cuando ingresamos tu o yo. Con Tomás ocurre lo contrario. La pregunta es ¿porqué?
-Tomás contó que son ágiles y trepan a los árboles con facilidad. Tal vez puedan escapar con rapidez.
-Sofía, hay algo más que vi a través de la ventana y que no puedo explicarme.
Eduardo miró a su esposa con la actitud de quien teme no ser creído. Dudó unos instantes antes de continuar con la explicación.
-A esos seres no los afecta gravedad... Dan saltos enormes y parecen quedar suspendidos en el aire. En el columpio se transforman en increíbles trapecistas. Se arrojan desde las alturas girando a tal velocidad que parecen bolas de fuego y caen sin daño alguno al suelo desde donde vuelven a saltar hasta la copa de los árboles. Eso era lo que divertía tanto a Tomás.

Durante la semana siguiente al incidente del jardín Eduardo dedicó mucho tiempo a meditar sobre lo ocurrido. Una aguda inquietud le aconsejaba investigar. Presentía que aquellos hechos eran sólo el inicio de algo y temía que ese algo agravara la evolución de Tomás. Pretendió obtener información en la oficina de correos, pero en general los pocos clientes que ingresaban allí eran parcos y poco amigos de la conversación. Lo había advertido desde el primer día, pero creyó que el comportamiento cauteloso de sus vecinos era natural por ser él un forastero y por tratarse de gente muy cerrada a la socialización. Sin embargo el incómodo trato que le dispensaban no mejoró en las semanas siguientes. Las personas evitaban la conversación y se limitaban a usar los monosílabos indispensables para identificar el servicio que requerían. La mayoría de ellas recurría a la oficina de correos para retirar la correspondencia de sus casilleros y para ese trámite no hacía falta conversación. Luego se marchaban, generalmente sin saludar. Ese viernes avisó a Sofía que no iría a almorzar. Minutos antes del mediodía revisó el padrón de la villa. Buscó el apellido infructuosamente, pero no se desanimó. Dedujo que Alondra podía ser un nombre por lo que debió invertir varios minutos más en encontrar un apellido que estuviera acompañado por ese nombre. Al fin la halló. Alondra Calcullán era sin duda una descendiente de los aborígenes de la zona. No imaginaba de qué modo esa extraña mujer podía ayudarlo pero había sido la única, de todas las personas que lo visitaron, que le había dirigido una frase, y nada menos que de advertencia. Tampoco tenía claro cómo explicaría su problema. Ya pensaría en algo. Anotó el domicilio de la mujer en un papel, colgó el cartel de “Cerrado” en la puerta de la oficina y salió.


El domicilio buscado se encontraba en los bajos del pueblo. Descendió por el camino principal hasta que el pavimento finalizó. En ese punto se abrían tres calles barrosas y arboladas con sus respectivos carteles indicadores por lo que no le resultó difícil la opción. La vía del medio, de sinuoso dibujo, continuaba descendiendo por lo que Eduardo sentía que a medida que avanzaba se sumergía en un pozo verde y oscuro gracias a las profusas arboledas circundantes. Recordó la conversación con su esposa respecto del rechazo de los vecinos a cultivar jardines y el desmesurado uso de la cal para pintar las paredes y los troncos de los árboles. Ese lugar no era una excepción. Imaginó que siendo los días tan luminosos en la villa y habiendo allí tanta humedad, las flores nacerían naturalmente. Halló casualmente la respuesta a su pregunta al pasar frente a una casa con amplio parque. Al fondo de la propiedad observó a su morador. Tenía la tijera de podar en sus manos y daba cuenta de cuanta flor o capullo incipiente encontraba a su paso. El producto de su devastación era arrojado por el individuo dentro de una carretilla, mientras que un poco más allá, un tacho de hojalata esperaba humeando para devorar la carga. Halló la vivienda que buscaba pocos metros antes de que la calle se transformara en terraplén, junto a un río de escaso caudal. Como las demás casas en la villa, se encontraba sumergida entre los árboles y el blanco de la cal hacía resplandecer sus paredes exteriores. El mismo recurso había sido empleado para pintar la empalizada, los troncos de los árboles y un galpón de herramientas a un costado de la propiedad. Accionó la campanilla junto a la empalizada y esperó. Le siguió un breve movimiento en la cortina de una ventana. Luego de un minuto interminable, la puerta de la vivienda se abrió y la anciana de rasgos indígenas que le lanzara la advertencia se hizo visible. Le indicó con gestos que empujara la pequeña puerta de madera y entrara, lo que hizo de inmediato. Sin dirigirle palabra, la mujer se hizo a un lado para permitir su ingresos a la casa, cerró la puerta y lo invitó a sentarse a una mesa redonda de madera. Mientras resollaba su asma se acomodó en su silla frente a Eduardo, que la miraba como si fuera un espectro de los indígenas que poblaron la zona doscientos años antes. No pudo calcular su edad pero imaginó que estaría en los noventa años. Los cabellos grises de la anciana caían en partes iguales a los costados de la cara y ornamentos pequeños en tonos ocres, rojos y negros acompañaban la cinta del trenzado con que remataba su peinado. A pesar del clima primaveral estaba vestida con una pesada indumentaria de cáñamo, que había sido teñida con alguna técnica rústica y muy antigua para dibujar figuras que, seguramente, tendrían algún significado religioso. En la humilde vivienda abundaban los muebles de madera y mantas de cáñamo con dibujos similares a los de la vestimenta de la anciana. Ornamentos aborígenes colgaban por doquier por lo que la sala parecía un santuario indígena. Sobre la mesa se hallaban depositados extraños objetos de madera, caña y cuero que la mujer corrió con sumo cuidado a un costado.
-Son instrumentos musicales –explicó ella.
-¿Indígenas?
-Así es. Pertenecieron a mis antepasados. Eran usados en los rituales. Los sobrevivientes de nuestra raza seguimos habitando esta tierra y respetamos celosamente nuestros antiguos rituales.
Eduardo decidió ir directo al punto que lo había llevado hasta Alondra, por lo que aprovechó el tema para entrar en materia.
-¿Tienen que ver los rituales con lo que ocurre en este sitio? –disparó.
La mujer lo miró durante unos segundos con desconfianza, estudiándolo. Eduardo la animó:
-He tenido un episodio desconcertante y recordé su advertencia –dijo casi suplicando.
-Cuénteme –dijo la anciana.
Eduardo relató el incidente del jardín. Trató de no omitir detalles al describir los seres que vio jugar con su hijo a través de la ventana. Agregó una síntesis de las dificultades que habían llevado a la familia a asentarse en la villa. La anciana lo escuchó con atención y cuando él hubo terminado su exposición se incorporó con esfuerzo, fue hasta un amplio ventanal que daba al frente de la vivienda y observó el cielo entre los pesados cortinados. Luego regresó a su sitio, se sentó y preguntó:
-¿Qué sabe sobre el magnetismo?
Eduardo se sorprendió con la pregunta. Por un momento temió que la mujer no estuviera en sus cabales. No esperaba una alusión a la física por parte de una persona atada a un pasado indígena.
-¿Qué tiene eso que ver con mi problema? –preguntó molesto.
-Mucho más de lo que imagina.
-Bueno, asocio el magnetismo con cosas que se atraen...
-¿Ha escuchado hablar de una cuarta dimensión? –insistió la mujer.
Eduardo sintió que la conversación escapaba de su control y se transformaba en una pérdida de tiempo.
-Eso es literatura de ficción –se quejó.
-Leo con mucha dificultad por lo que jamás ocupé mi tiempo en literatura alguna. Mi raza ha transmitido con la palabra, de generación a generación y desde el origen de los tiempos, todos los conocimientos que enseña la naturaleza. Jamás necesitamos libros. Hemos habitado esta región desde siempre y tenemos conocimientos sobre el pasado, el presente y el futuro.
-Apreciaría una explicación que yo pudiera entender.
-Para la mayoría de los seres humanos el concepto “dimensión” se torna incomprensible cuando excede las tres conocidas. Un poliedro -un cubo, una esfera -constituyen la máxima expresión de la aptitud humana para comprender su mundo físico. Pero el espacio tiene cuatro dimensiones. Este concepto ha sido siempre de difícil comprensión para los seres humanos.
Eduardo la observaba estupefacto. La aborigen hablaba entre jadeos y con lentitud pero con una sabiduría y una convicción que sólo pueden acumularse durante centurias.
-Esa cuarta dimensión –continuó la anciana, coexiste con las tres primeras, pero no es apreciable para nuestra inteligencia. El cerebro humano no está desarrollado lo suficiente para poder concebirla. Existe allí –dijo señalando hacia afuera -un mundo paralelo al nuestro, habitado por pequeños seres. El planeta tiene seis fosas magnéticas llamadas “puertas” a través de las cuales esos seres son capaces de ingresar a nuestro mundo y luego regresar al propio. En realidad esa migración les resulta más fácil a ellos que a nosotros porque su inteligencia está más desarrollada.
-¿De modo que, según su apreciación, mi jardín está siendo visitado por seres de un mundo paralelo? –preguntó Eduardo sin dar todavía crédito al relato de la anciana.
-Esta villa está asentada dentro de una de esas “puertas” desde hace miles de años, luego de que el eje de la tierra cambiara a la posición actual. A lo largo de nuestra historia los habitantes de este territorio aprendimos a protegernos de los peligros de esas visitas. No nos resultó fácil. Los animales y las aves, en especial estas últimas, escapan de la región porque el magnetismo les produce confusiones y altera su orientación.
-¿De qué modo se protegen los habitantes?
-Los seres que Ud ha visto son juguetones e inteligentes, pero muy perversos. Cuando son molestados por los humanos adultos ellos desaparecen, pero más tarde regresan y suelen ser muy dañinos. Para evitar sus visitas los habitantes de la villa empleamos distintos recursos. Por de pronto evitamos cultivar jardines en nuestros parques porque los colores brillantes y el aroma de las flores los atraen con facilidad.
-¿Es por protección que pintan todo de blanco en la villa?
-Así es. Sus ojos son muy sensibles y no soportan el reflejo de la luz solar sobre el blanco. La cal, si bien es inodora para nosotros, es casi letal para ellos. Sabemos también que los pinos y los eucaliptos afectan su olfato.
-Bien, Alondra. Le agradezco mucho su conversación. Creo que regresaré a casa, eliminaré el jardín, plantaré algunos pinos y eucaliptos y podré finalmente dormir tranquilo –bromeó Eduardo.
-Su casa es la única de la villa que no tiene esa protección. Han ocurrido muchas desgracias allí y le reitero que su hijo están en un gran peligro.
-Bueno...no veo peligro en que mi hijo se divierta de tanto en tanto con chicos de otra dimensión, especialmente ahora que supimos que no hay niños en nuestra villa –continuó con sarcasmo.
-El motivo por el que no los hay es lo que me impulsó a hacerle la advertencia –sentenció Alondra.
Eduardo no pudo reprimir un escalofrío. En ese instante reparó en que ni él ni su esposa habían averiguado los motivos que justificaban la ausencia de niños en la villa. Habían aceptado el hecho como natural sin realizar una mínima investigación.
-¿A qué se refiere? –preguntó abandonando su postura irónica.
-Le he advertido que esos seres son perversos. Ejercen una notable influencia sobre los niños pues saben cómo atraerlos y divertirlos. Aprenden sus juegos y les enseñan los propios. Como desafían con facilidad la gravedad hacen piruetas que asombran a los pequeños y logran que estos traten de imitarlos. Con el tiempo producen en los niños una suerte de encantamiento hipnótico y, un día, los convencen de irse con ellos, al otro lado. Muchos niños hemos perdido en la villa por este motivo. La última víctima desapareció de la casa que usted y su familia habitan.
Eduardo apuró el fin de la visita. No podía discernir aún si la anciana era sabia o estaba demente, pero la suma de coincidencias relatadas por ella lo inquietó. Necesitaba regresar a su casa enseguida. Agradeció a la mujer los consejos y salió. Cuando estaba trasponiendo la pequeña puerta de la empalizada, escuchó que la anciana le advertía:
-Es mejor que se apure. En este momento ellos están por ingresar...
-¿Cómo lo sabe? –casi gritó.
-Los arcos luminosos concéntricos están ubicados sobre su vivienda –dijo señalando al cielo calle arriba.
Eduardo alzó la mirada y vio a la distancia la silueta de su propiedad recortada sobre la lomada. Sobre ella se sostenía un gran anillo formado por circunferencias concéntricas que contenían todos los colores del espectro pero que no había unido sus extremos.
-Cuando los extremos del anillo se toquen significará que ellos han ingresado en su jardín –alcanzó a gritarle la anciana.
Pero Eduardo ya corría desperado calle arriba. En su mente se había instalado ya el peor de los presagios.

La anciana permaneció inmóvil junto al ligustro con la vista fija en el geométrico y ahora descolorido columpio. Recordó que alguna vez, y por muy poco tiempo, en ese lugar había sido feliz, y que un día, tantos años atrás que ya no puede precisar, la tragedia se abatió sobre su vida y la de su familia. Ahora se sentía vieja y cansada y los únicos consuelos para los que, predecía, serían sus últimos días de vida, eran esos instantes en el jardín. El recuerdo de Eduardo llegó enseguida. Siempre lo tenía presente, junto con su tremenda pena y con las escenas de aquel mediodía aciago. Aún hoy, después de tantos años, lo ve ingresar en la casa, jadeante, y preguntar por Tomás; observa su semblante desesperado, se ve corriendo con él hacia el jardín en busca de su hijo; escucha los gritos aterrados de Eduardo, a los que ella se suma, cuando comprueban que el pequeño Tomás ha desaparecido. Y finalmente el llanto desconsolado de ambos, abrazados en el jardín.


Lanzó una mirada al cielo. Los círculos concéntricos ya casi se cerraban. Faltaba poco. Durante décadas ella había repetido en soledad las discretas visitas a los límites del patio hasta convertirlas, casi, en una liturgia. Permanecía inmóvil tras el ligustro para evitar ser descubierta por los visitantes, que escaparían para siempre si detectaban su presencia. El temor de no verlo más había contenido sus impulsos de hacerse visible para dejar que sus sentimientos se liberaran. Había necesitado tanto a Eduardo en todos esos años de pena y soledad... Pero hacía ya mucho tiempo que su esposo no estaba allí. Se había marchado varios años atrás, cuando su corazón no resistió la pena de vivir sin su hijo y estalló. Durante los primeros años ella deseó compartir su destino, pero luego, en medio de aquella aterradora soledad, había construido la esperanza de recuperar a Tomás. A lo largo de los años mantuvo vivo el jardín, se abstuvo de blanquear la casa y los árboles y en algunas ocasiones, siendo más joven, repintó el columpio. Nuevos canteros y variedades de flores lucían en el jardín en cada primavera, lo que hacía del lugar un sitio intransitable pero saturado de colores y fragancias. Con ello renovaba su ilusión cada vez que en el cielo empezaban a formarse los anillos multicolores.


Un resplandor estalló en el jardín y el primero de los seres ingresó deslizándose hacia abajo por uno de los soportes triangulares del columpio. La pequeña visión lanzó una mirada cautelosa en derredor y, convencido de su soledad, comenzó a dar saltos gigantescos, alcanzando la parte superior del columpio primero y luego las copas de los árboles. Inmediatamente después llegaron otros. La ansiedad aceleraba los latidos del frágil corazón de Sofía. Su hijo aparecería de un momento a otro. De pronto ingresó y, como los demás, se deslizó por uno de los lados de la estructura geométrica hasta tocar el suelo. El corazón de Sofía casi se detuvo. El pequeño vestía prendas de vivos colores y zapatos con puntas. Mantenía aquella sonrisa traviesa que ella guardó para siempre en su recuerdo, y la mirada reconcentrada y ausente. Escondida tras el ligustro lo veía retozar con los otros seres, dar gigantescos saltos, alcanzar la copa de los árboles y convertirse en un ovillo multicolor, para luego arrojarse al suelo y rebotar hasta alcanzar el soporte del columpio. Sofía observaba con atención cada uno de sus movimientos, cada gesto, cada mirada. Lo notaba feliz y eso la consolaba. Durante cuarenta años lo había visto envejecer desde su escondite en el patio. Descubría en cada visita nuevas arrugas en su rostro adulto. Su barba, poblada y cenicienta, recorría hasta los pies aquel cuerpo breve que nunca había superado la altura de sus cuatro años. El temor a perderlo para siempre le había obligado a reprimir el desesperado impulso de ingresar en el jardín y fundirse en un abrazo eterno con su niño. Dudó un instante. Sabía que tratar de recuperarlo o tan sólo de intentar separarlo del grupo constituía un riesgo cierto de perderlo para siempre. Pero esta vez un impulso inexplicable la empujaba a abandonar toda cautela. Tomás estaba tan cerca... Esta vez no titubeó. Con las escasas fuerzas que su cuerpo todavía conservaba saltó de su escondite tras el ligustro y corrió hacia Tomás con los brazos extendidos, llamándolo. Sus pies le produjeron intensos dolores al pisar los desnivelados canteros de ladrillos y las flores se aplastaron crujientes bajo sus pasos vacilantes. Escuchaba su propia voz angustiada repetir el nombre de su hijo como si fuera un lamento triste y lejano. Los pequeños seres interrumpieron sus juegos al detectar la inesperada presencia. Sorprendido y asustado el hombre-niño la miró mientras iniciaba un ademán defensivo. Por un breve y sublime instante madre e hijo volvieron a contemplarse después de tantos años. Las piernas débiles de Sofía flaquearon ante la inminencia del anhelado abrazo y un súbito y ardiente dolor le oprimió el pecho cuando sólo unos pocos metros la separaban de Tomás. Otro resplandor estalló en el jardín y los seres desaparecieron. Sofía cayó de bruces sobre la alfombra de flores con los brazos vacíos extendidos hacia la nada. Intentó reincorporarse pero sus fuerzas la abandonaron. Sintió que una paz desconocida la transportaba hacia alguna parte mientras arriba, el cielo, recuperaba su color.

Volver  |  Página Inicio  |  Resultados Concursos 2005