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Cultura - Resultados Concursos 2006

Literatura - Cuento matriculado - 2º Premio
Como el Ave Fénix
Por el Dr. Palumbo, Juan Carlos
Lo conocí en esa etapa de la juventud primero temida y luego odiada que afortunadamente ya los jóvenes no conocen: el servicio militar obligatorio, la colimba. Un año perdido en indignidades de distinta naturaleza para los que somos civiles por vocación (la de estar cautivo sin haber cometido delitos era la mayor, pero no la única). Sin embargo, un par de valores rescato a la distancia de mi colimba: la valorización empírica de la libertad y la posibilidad de poder contar una y otra vez divertidas o arriesgadas anécdotas de hechos que ciertamente no estoy muy seguro de que realmente hayan ocurrido, o al menos de que hayan ocurrido tal como las recordamos y contamos. Dentro de todo, tanto Rogelio como yo transcurrimos los doce meses dentro de un subsistema de relativas inmunidades del que gozábamos los pocos que teníamos alguna habilidad técnica requerida individualmente por los militares profesionales. Él era peluquero, y por eso lo necesitaban y lo bien trataban en aras de la integridad y estética de sus respectivas testas; yo era hábil con la máquina de escribir, y mis correcciones ortográficas y gramaticales eran sumamente solicitadas (exigidas, mas bien) para reparar informes burocráticos o notas personales, en especial por los jóvenes subtenientes que tenían serias dificultades para redactar mínimos escritos.

No habíamos cultivado entre nosotros dos ningún acercamiento distinto del que cada uno mantenía con la mayoría del resto de nuestros compañeros, no teníamos afinidades ni intereses comunes, él estaba dispuesto a explotar el resto de su vida sus habilidades capilares en cabezas de terceros y yo me sentía esperanzado en los buenos resultados que me brindarían algún los estudios a los que me hallaba abocado por aquellos días; ni siquiera llegué a utilizar nunca sus servicios en todo ese año, pues fui fiel al peluquero del barrio, el bueno de don Prosperino, que le cortaba el pelo sin cargo a sus clientes durante todo el tiempo que durase su obligación militar. Así fue que al finalizar el infausto período marcial, como la gran mayoría, respiramos con alivio y cada cual por su lado regresó a la indisciplinada civilidad, y por algún tiempo, aunque vivíamos en la misma ciudad, no tuvimos ocasión de vernos.


Cuando se jubiló don Prosperino comencé a deambular sin convicción por diferentes fígaros que no le encontraban la vuelta a los pelos que cubrían mi cabeza. Y así fue que un día, tal vez casualmente, desde mi auto detenido en un semáforo volví a ver a Rogelio tras la vidriera de su propia peluquería, haciendo apropiado uso de tijera y peine. Sin dudar bajé, lo saludé y en seguida decidí probar con él, y simplemente mi cuero cabelludo se adaptó a su corte, o las animadas charlas que manteníamos eran de mi agrado, o los intercambios de recuerdos me divertían, o nuestra coincidente y eterna esperanza en la siempre lejana recuperación de Racing nos unía efímeramente, o todo junto, lo cierto es que se convirtió en mi peluquero. Cada cuarenta o cincuenta días, durante muchos años, nos contamos de nuestras vidas, de nuestros casamientos (me cortó y peinó el día de mi boda), del nacimiento y crecimiento de nuestros hijos, de nuestros buenos momentos y, claro, también de los malos.


De la boca de Rogelio solían surgir tanto los refranes populares más difundidos como esos pensamientos de filosofía popular de los que sólo disponen ciertos peluqueros y taxistas, tan obvios que no requieren explicación, pero tan absolutos que no pueden rebatirse, sentenciosamente se despachaba tanto con
“Lo que mata es la humedad”, como con “Gardel cada día canta mejor”, pasando por “Siempre que llovió, paró”. Él era en los años setenta uno de los fervientes seguidores del juego del Prode, en el que había que alcanzar trece puntos para hacerse acreedor al premio mayor –que era el único que valía la pena-, pero la probabilidad estadística de que ello ocurriera era de uno sobre algo más de setecientos mil casos. De manera que, desde lo alto del impúdico pedestal que me había auto adjudicado como ligero conocedor del cálculo probabilístico una vez le dije:

-¿Por qué no jugás un billete de lotería en lugar del Prode? Con la lotería tenés una probabilidad sobre menos de cincuenta mil. Te ofrece muchas más chances de ganar…


Y él, con una mirada en la que advertí una mezcla de cariñosa indulgencia con un poquito de desprecio por mi ignorancia de los secretos de la Mística Lúdica Universal me dijo, señalando más allá del techo:


-Cuando El de Arriba decida
“Esta vez le toca a Rogelio”, quiero que sea por mucha guita, así que le dejo la lotería para el que necesite menos...

Inapelable reflexión que ni el racional Descartes hubiera rechazado, ya que en definitiva el propio René había creído tanto en Dios como para convencerse de que había podido demostrar científicamente su existencia. Años después, con la decadencia del Prode, Rogelio trocó por el Loto, cuyas probabilidades de éxito eran aún menores, pero desde luego no cometí la inútil torpeza de hacérselo notar.


Varias veces debió mudar su peluquería en búsqueda de mejores alquileres y más clientes, lamentablemente el éxito no lo perseguía de la misma manera que lo hicieron algunos infortunios personales, y finalmente debió resignarse a dejar su independencia y trabajar para un patrón en una peluquería de aceptable prestigio en la zona. Rogelio era un tipo noble, francamente bueno, de los confiables y queribles (él hubiera referido esas cualidades en otro diciendo simplemente
“Es más bueno que Lassie”). Pero esas virtudes, dicen, se premian en otra vida, y en ésta hay que disputar cada día el derecho al sustento; lucha que por cierto se hace más llevadera si las necesidades que definimos para nosotros mismos están al alcance de nuestros medios, y en general así era para Rogelio, que se conformaba con lo que tenía, pero su tranquilidad sufrió diversas contingencias: padres a quienes ayudar, hijos con algunas urgencias y, finalmente, la propia enfermedad. Un día descubrí que su sonrisa habitual le había desaparecido del rostro y que estaba pálidamente flaco.

-¿Qué te pasa?-. Le pregunté.


-No sé, hace semanas que no puede retener nada de lo que como, los médicos no saben qué puedo tener, ¿viste cómo son, no? Para mí que estoy empachado, pero no te preocupés, que
yerba mala nunca muere.

Le desee un rápido restablecimiento y no me preocupé más, convencido de que se mejoraría. Sin embargo, cuando volví para el próximo corte, era notable su desmejora, me contó de su peregrinar por diversos hospitales (no podía costearse un tratamiento privado) y de que nadie daba en la tecla. Además de su desmejoramiento físico lo noté consecuentemente deprimido y decidí darle una mano. Al día siguiente le había conseguido una consulta con un confiable especialista y, por supuesto, me hice cargo del costo. Hubo necesidad de algunos exámenes clínicos y radiográficos y con gusto me ocupé de todo, le dije al médico que las sucesivas consultas correrían por mi cuenta y hasta le dejé unos pesos a Rogelio para otros gastos en los que fuera necesario incurrir. No fue fácil que lo aceptara, pero finalmente lo convencí de que yo estaba pasando por un buen momento financiero y que me parecía que lo mejor que podía hacer era darle una mano a un amigo. Tuve que viajar por cuestiones de trabajo, pero me fui con la tranquilidad de dejarlo en buenas manos.


Volví al mes, y cuando lo vi mi ánimo se desmoronó, Rogelio había adelgazado más aún, su piel estaba mortalmente blanquecina y sus gestos eran los de un resignado condenado a muerte.


-No sabés lo que me pasó- me dijo en voz baja y muy lentamente, mientras su mirada me suplicaba algún comentario.


-¿Qué te pasó, Rogelio...?


-Se murió mi mujer… ¿qué me contás...?


No pude responder, no supe qué decirle (aún ahora no sé qué debe hacerse en esas circunstancias).


-Yo sé que vos no crees en daños, Juan -me dijo- Pero a mí me han engualichado, mi mujer estaba fenomenal, y de un día para el otro, se me murió, y yo soy el que sigue...


-¿Qué te dice el médico?- intenté.


-¿Para qué quiero médico, Juan? Yo ya estoy muerto.


Me fui desolado, ¿qué podía hacer para consolar a un hombre desahuciado por él mismo? Lo tuve en mis pensamientos por días, por semanas, por meses sin saber qué hacer, no me atrevía a volver a la peluquería ni a preguntar por él. Pasé varias veces por el local, y desde el auto, miraba de reojo, no era fácil distinguir quienes estaban dentro, pero a Rogelio nunca más lo vi. Con el tiempo me enteré de que el negocio estaba cerrado, y que tal vez se habían mudado a otro lugar. No teníamos amigos comunes ni a nadie que pudiera informarme sobre su existencia… o su muerte. Preferí pensar que finalmente se habría encontrado con su amada esposa en algún lugar del más allá, lo que acaso fuera lo mejor, porque no atinaba a pensar en otra solución para el hombre desesperanzado que había visto en nuestro último encuentro.


Pasaron tres o cuatro años, pero nunca lo pude olvidar, cada vez que entraba a una peluquería lo imaginaba con sus tijeras y sus peines, me sentía desleal, no me perdonaba la cobardía de no averiguar qué había pasado con él, pero tampoco me atrevía a hacerlo.


Uno de esos viernes en que uno vuelve a casa después del trabajo, con la felicidad de sentirse dueño del fin de semana, de su tiempo libre y de sus deseos gastronómicos sonó el teléfono cuando ya estábamos por sentarnos a la mesa.


-Hola…- atendí.


-Hola, ¿Juan?


-Sí, soy yo, Juan, ¿quién habla?


-¡Rogelio habla! ¿Cómo te va, Juan?


-…


-Juan, ¿me oís, Juan…?


-Sí, sí, perdón, pero ¿en serio sos vos Rogelio?


-¿Y quién si no? ¡claro que soy yo! No sabés cuánto tengo para contarte Juan.


-Pará Rogelio, pará que estoy totalmente sorprendido, ¿cómo está tu salud, che?


-Esplendida, estoy muy bien, Juan, pero no sabés qué mal la pasé. Depresión, ¿viste?, estuve tres años internado, casi como un preso, en un loquero… bueno me dicen que no tengo que llamarlo así, pero la verdad es que allí estábamos todos un poco colifas, viste, pero me hizo bien, muy bien, gracias a ellos volví a querer a la vida. No sabés cuantas cosas me enseñaron, íbamos a teatros, museos, qué se yo, un montón de lugares que yo nunca antes había visitado. Pero, en fin, gracias a Dios y a los doctores hoy estoy fenómeno, Juan, la extraño a mi mujer, claro, pero soy feliz con mis hijos, renací che,
renací como el Ave Fénix, y por eso te puedo llamar con esta tranquilidad. Me estoy empezando a comunicar de a poco con todos mis amigos, mis conocidos, mis viejos clientes, viste, con todos. Me recomendaron los doctores que vaya despacito, despacito. Y te quise llamar de los primeros, porque amigos son los amigos, ¿no?

-No sabés qué contento me ponés, Rogelio, te juro que mañana mismo voy a que me cortes el pelo donde quiera que estés trabajando…


-No, no, che, no corto más el pelo, me falta contarte esto: no necesito trabajar más, ¡me gané el Loto, Juan!, lo primero que hice cuando salí del loquero fue comprar una boleta, ¡y gané!, y justo te llamo para decirte que me cuentes cuánto gastaste en mí, Juan, porque ahora te lo puedo devolver todo, y con intereses, eh…, vos sabés que las deudas son sagradas, Juan, ¿cuándo nos vemos?

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