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Publicaciones - Consejo

Consejo Nº 2 - Mayo 2008

Editorial
Juventud divino tesoro

Autor:
Dr. José Escandell
Presidente del CPCECABA
Rubén Darío, el célebre nicaragüense fundador del movimiento modernista, definió a la juventud hace poco más de cien años con esas palabras, como un valioso y fugaz estado de los seres humanos que se va “para no volver”. Lo que el poeta expresaba con nostalgia fue transformándose, a lo largo del siglo XX, en una suerte de idolatría: ahora hay que ser joven o parecerlo.

En la cultura de masas que nos rodea, la juventud es frecuentemente invocada en textos demagógicos, exaltada como valor en sí mismo y manipulada en términos de consumo, pautas de conducta y patrones de ideología que la hacen ser de determinado modo.


Corremos el riesgo de que el “formato” juvenil esté determinado desde fuera de la propia juventud. Ella constituye, por definición, un desafío de renovación y de progreso.


En cierto discurso establecido, los jóvenes son considerados como “portadores de futuro”, como sujetos que se proyectan hacia el porvenir como protagonistas, pero ¿esto es realmente así hoy y aquí? ¿Está garantizado que sea así?.


La respuesta no es fácil de dar, pues, si observamos con crudeza la realidad argentina, vemos un panorama complejo en el que, por un lado, tenemos numerosas camadas de jóvenes que se preparan para ejercer ese protagonismo y que no declinan sus aspiraciones ni sus búsquedas superadoras, tanto de su propio potencial como de las limitaciones que plantean las circunstancias actuales.


Pero, por otro lado, advertimos también que el mayor desempleo se registra en los jóvenes que buscan su primer trabajo y que se desalientan al encontrar en su mayoría empleos de baja calidad; notamos que muchos no terminan estudios secundarios y no pocos de ellos caen en la delincuencia por falta de opciones concretas que los induzcan a capacitarse e insertarse productivamente en la sociedad.


Si nos quedamos solamente con la porción de jóvenes que se esfuerzan y se preparan para desempeños exitosos, estaremos mirando nada más que una de las caras de la moneda.


Estamos todos en el mismo barco y cada joven que deambula ocioso en la ciudad o en sus márgenes es una alternativa frustrada y un proyecto que se trunca.


No somos indiferentes a este contexto en nuestro Consejo.


Abrimos los brazos a las nuevas camadas de profesionales que se incorporan por millares cada año a nuestra Institución, pero al mismo tiempo tratamos de señalar que somos parte de una realidad mayor, de la que también somos responsables en tanto ciudadanos. Este enfoque es el que corresponde para no caer en elitismos ni falsas apreciaciones de la realidad, de acuerdo con los valores que presiden nuestra gestión.

El ejercicio profesional, para el cual hay que estar cada vez más preparado, está fuertemente condicionado por el contexto social y cultural. Una sociedad próspera es aquella que reduce la pobreza a los límites de la patología psicológica, es decir que ofrece a todos las oportunidades que merecen para desenvolver sus aptitudes. No es novedad decir que estamos aún lejos de tan deseable estadio, incluso computando los progresos de los últimos años.


En este orden de ideas, lo que proponemos a los jóvenes intenta avanzar más allá del discurso convencional. Es imprescindible que nuestras generaciones –y obviamente los jóvenes– asumamos que el cambio de siglo, entre el año 2000 y el 2001, encontró a los argentinos en la explosión de un largo período de decadencia que nos redujo a ser sólo una pálida realidad de lo que anhelamos ser y aun de lo que habíamos sido en el pasado.


Quienes tienen más de 25 años recuerdan esos días, signados por la incertidumbre y la brutal caída de los ingresos populares y de los puestos de trabajo. De ese período turbulento, heredamos los cartoneros (trabajo de baja calidad), los piqueteros (grupos que se adueñan de la vía pública en reclamo de ayudas sociales) y una constelación de planes asistenciales que obviamente eran imprescindibles en la coyuntura, pero cuya continuidad en el tiempo ha generado no pocas distorsiones en la cultura del trabajo.


Lo que el país ha vivido no es sólo la consecuencia de una década de errores, sino de una larga historia en la que se eludió cumplir con las exigencias que impone hoy el progreso a partir de una visión miope del mundo y un severo debilitamiento de nuestro sentido de comunidad. Se trata, en consecuencia, de recuperar valores esenciales, entre los cuales, la solidaridad no puede ser confundida con mera compasión. Ser solidarios supone hacer lo que se requiere para que se reviertan las situaciones inaceptables para la conciencia civilizada.


Por ello, desde instituciones como la nuestra, que expresa a una amplia matrícula profesional, y desde todas las organizaciones de la sociedad civil, es necesario asumir tareas extraordinarias, que van más allá de las normales, porque es imprescindible el esfuerzo de todos para restablecer a pleno una convivencia fructífera y, entre otras cosas no menos importantes, alcanzar una plena legitimación de la actividad política, reconstruyendo lo esencial de los mecanismos de representación.


Con las excepciones que siempre vale la pena destacar, tenemos que asumir en definitiva que nuestra sociedad y el sector dirigente han (hemos) fracasado en muchos sentidos.


Es imprescindible, prioritariamente, restablecer los lazos sociales, tan fragmentados en nuestros días.

Entender adecuadamente la agenda mundial es insoslayable para no seguir retrasándonos en términos tecnológicos, pero la necesidad de integración social y cultural no nos vendrá dada desde afuera. Es ésta una tarea que nos corresponde exclusivamente. En otras palabras, debemos asumir en nuestra conducta social la vigencia de valores que nos permitan llegar a ser una sociedad justa, donde el ejercicio de la libertad no sea declamatorio, sino concreto a través de opciones abiertas a todos los miembros de la comunidad.


De todos estos temas se habló recientemente en nuestro Consejo, en una jornada de reflexión destinada a jóvenes profesionales de diversas disciplinas, no sólo de las económicas.


Allí propusimos meditar sobre la necesidad de unir la vocación legítima de cada uno con las tareas imprescindibles para que reine el bien común, siendo mejores personas, mejores profesionales y mejores ciudadanos.

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